Jamás busqué que nadie me definiese, sólo quería que me dieran sentido, comprobar lo que era temblar en unos brazos que supieran hablar bien de la vida desde el dolor; sin la exigencia constante de un optimismo absurdo y totalmente infundado.
El largo recorrido ha sido en tumultuoso tren de cercanías, con una guerra en ciernes entre el cerebro y el corazón, y buscando, desesperadamente, una tregua mar adentro de esos alocados paseos nocturnos por los tejados de la imaginación; explorando el aroma más recóndito de cada espina y con parada inevitable frente al mar.
El color tormento y el aroma a ganas de gritar miden las fuerzas, intentan domesticar el rugir que habitamos, pero el demonio es aniquilado por la ternura, arrasado por su enorme talento y gran generosidad. Entonces nos conceden un baile que nos engalana de confianza y gentilmente nos adentramos en el jardín de las bellas sensaciones.
Juegos con la fantasía, besos de voz y de ojos y nos reencontramos a nosotros mismos bebiéndonos la transparente lluvia.
Vivir no es otra cosa que tener una sed irresistible y poder disfrutar de un buen trago de agua, aunque sea poca, sobre todo si es de la lluvia de tu boca.